Conciliar la seguridad de la
persona con
el derecho a su autonomía
Cuando un grupo, asociación,
fundación desean abrir una residencia tanto de ancianos como de discapacitados
saben los riesgos que ello conlleva. Asumiendo esos riesgos se comprometen a asumirlos,
sin mermar los derechos de las personas que van a ser sus residentes.
El
vivir en una residencia o en un centro no puede ni debe implicar, para el
residente o la persona usuaria, la pérdida –o una importante merma— en sus
derechos ciudadanos, tales como la libertad y el ejercicio de su autonomía
moral (pérdida o merma que sucede con mucha frecuencia).
Porque la lógica responsabilidad de
la institución es proporcionar necesariamente espacios seguros, que deben
combinarse y permitir a las personas que
asuman los riesgos de sus limitaciones de su propia discapacidad, que son, sin
embargo, riesgos calculados (en primer lugar, por el mismo).
En consecuencia, vivir en una
residencia siempre trae e implica correr
riesgos por las dos partes. El problema es que a una residencia le cuesta
asumir esos riesgos. Es entonces cuando lo mejor que se les ocurre consiste
en limitar esos riesgos con la escusa de
salud o seguridad de los residentes. De esta manera se hace necesario
confeccionar una normativa rigurosa y tener unos buenos vigilantes, claramente
contra los residentes.
Esto es claramente fatal. Porque la
sobreprotección o paternalismo genera en las personas dependencia y heterónoma,
y en otras un rechazo.
Las leyes se dirigen a lograr que
los centros sean verdaderamente lugares de vida en los que exista un equilibrio entre
cuidados/seguridad y espacios de libertad/desarrollo personal, pero no de
asentamiento.
Por ello, es necesario por una
parte proporcionar un entorno seguro capaz de prevenir riesgos o accidentes
causantes de problemas de salud tanto psicológicos (estrés) o emocionales. También
es preciso lograr un entorno digno; es decir, que permita a la persona su
desarrollo personal, tomar decisiones, ser autónoma y asumir la responsabilidad
de sus actos.
Esta buena práctica pretende
individualizar la relación entre la persona y la institución, de forma que sea
la organización la que trate de adaptarse a la persona y no al contrario,
promoviendo y priorizando objetivos relacionados con su calidad de vida (como
el bienestar y la autonomía moral).
En este articulo se señalan
acciones como la necesidad de identificar los riesgos para la seguridad de cada
persona, la importancia del desarrollo de entornos seguros y adaptados, la valoración
de beneficios/riesgos para cada una de las opciones o el imprescindible consenso
con el residente y si tiene una buena relación con su familia en las decisiones que impliquen cierto
riesgo.
Jesús Córdoba García, Humillados y
ofendidos
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