Marisa P. Colina, en la presentación del libro en
Barcelona
Las
residencias: la institución opresora
El libro Cojos y
Precarias haciendo vidas que importan. Cuaderno sobre una alianza
imprescindible (Traficantes de sueños, Madrid, 2011), confeccionado por la
Agencia de Asuntos Precarios, tiene muchos hilos de interés, que se tejen y
entretejen hasta formar un todo único y fascinante.
Por supuesto, también hablan de las residencias.
Quienes han vivido un tiempo en ellas, son implacables: la residencia es la mortificación del yo de las y los
residentes, y, por lo tanto, si se quiere una vida mejor para las personas con
diversidad funcional, habría que pensar en algo nuevo (pisos adaptados,
comunidades de vida independiente, etcétera).
Lo que
sigue son fragmentos. No es todo lo que hay en el libro sobre residencias, pero
da una buena idea de los temas que contiene.—MS.
La infraestructura de la residencia podría incluso
considerarse de lujo en un país pobre: habitaciones individuales, amplios
pasillos, limpieza. Pero igual deprime. Es el formato lo que oprime. La
diferenciación tan fuerte entre quien tiene ruedas por piernas y piernas con
uniforme.
Hemos visitado algunos centros en
los que no se permitía las visitas en tu habitación, solamente en la sala
común. Tampoco se permitía tener un ordenador en la habitación por si molestaba
a tu compañero. Por supuesto, nadie pone pegas a tener encendida la televisión
todo el día.
Los
Servicios Sociales y la mentalidad de la sociedad nos llevan, irrevocablemente,
a la idea de que si no te atiende tu familia, te destierran al único lugar
donde estorbas menos: la residencia, que puede funcionar como institución
opresora.
Las normas y su forma de
organización están basadas en este modelo de «aparcamiento» de personas, sin
otro futuro ni objetivo que el de sobrevivir. En estas condiciones, es
prácticamente imposible llevar a cabo una vida activa (relaciones sociales,
estudios, trabajo, ocio...) dentro de una residencia. Lograrlo puede depender
de apoyos externos, por ejemplo, contando con personas contratadas o de un
menor nivel de dependencia.
Hay un menoscabo importante en la
dignidad personal, en la autoestima. Ya no tienes proyectos de vida. En
realidad, tu único proyecto se resume en la idea de sobrevivir y de
«entretenerte en tus horas libres», que suelen ser la mayoría. Todos los días
son iguales, con los mismos horarios, las mismas situaciones, las mismas
personas... Una vida gris. Cuando llegas, tienes la sensación de que es tu última
etapa. Sólo queda esperar... el tiempo que te quede. Así funciona la institución, y en esta idea se basa el
funcionamiento de las residencias. Eso sí, las normas, que son muy rígidas,
están muy claras. Pero son diferentes a las que hay fuera de allí, en la vida
real, de lo aprendido en otros entornos. Lo que importa es lo que importa:
cuantificar el número de personas «atendidas», comidas preparadas, espacios
limpios... No importa si esas personas están mal atendidas, mal aseadas y,
sobre todo, si tienen su nivel de autoestima por los suelos, si no pueden decidir
sobre sus propias vidas, sus horarios, sus intereses, su vida social. Si no
pueden, en definitiva, desarrollar sus capacidades, sus intereses y el derecho
a la parcela de felicidad que todo el mundo merece. Eso no cuenta en los
papeles, no se puede cuantificar.
Los
cuidadores fueron objeto de rabia y saña. Todos se quejaron de su poca
atención, de su lógica del escaqueo como funcionarios, de sus excusas, de su
poco tiempo con ellos… Todo un tema a evaluar y discutir. Los únicos cuidadores
con los que empalizaban eran sus familias y los alabados objetores de
conciencia.
Pero los
sentimientos son más valientes y surgen. Suelen estar asociados a la
impotencia, el abandono, la mezquindad, la vulnerabilidad, la despersonalización,
la invasión de tu intimidad y tu privacidad... En cuanto a la intimidad, no
existe. Ni de palabra ni de acción. Cuántas veces hemos oído por los pasillos
contar anécdotas relacionadas con la intimidad de nuestros compañeros, entre
risas y sin ningún pudor. Por supuesto no existe el derecho a cerrar la puerta
del baño, por ejemplo, para que no pueda entrar nadie que no esté realizando las
tareas de apoyo a nuestro aseo. Recuerdo la imagen de una persona con
diversidad intelectual, una mujer, desnuda en el pasillo, colgada de una grúa,
esperando su turno para vestirse. Sin comentarios. En estas situaciones sólo
queda una forma para intentar seguir sintiéndose persona: disociar la mente de
tu cuerpo. Lo que pasa con él no tiene que ver contigo, tú eres otra cosa. No
te pueden considerar a ti como consideran a tu cuerpo. Un conflicto interno que
te va minando. Tienes que adaptarte para sobrevivir, tienes que aceptar sus
normas, tienes que creer que de alguna manera son buenos contigo, pero también
sabes que te mereces una vida mejor, una vida digna, una vida rica, una vida de
ser humano completo. Y surgen los miedos. A personas y situaciones. Los miedos
ante determinadas formas de maltrato, sutiles o no, físico o psíquico. Se
produce impotencia ante ellos: «¿Cómo puedo enfrentarme a esto?».
Todo esto, por supuesto, no es
gratis. Se cobra un precio muy elevado en tu autoestima. Vales lo que los demás
piensan que vales. Poco. Y si no vales, ¿cómo quieres tener relaciones
sociales? «No... yo no valgo para eso. Me entretengo con la televisión».
Agencia de Asuntos Precarios
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ResponderEliminarcuando el estado imitara a Suecia
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