La residencia:
(Fragmento del testimonio de la
autora en el cuaderno
Cojos y precarias, haciendo vidas
que importan)
Ante la imposibilidad económica de acceder a otras
alternativas, advertí que la única vía para tener alojamiento y asistencia
cubierta era la residencia. Entonces, voluntariamente», solicité una plaza
residencial. Tenía un sentimiento contradictorio porque, por una parte, era una
liberación, al no tener que seguir en casa pero, por otra, suponía mi internamiento
voluntario sin retorno, puesto que la residencia muchas veces se convierte en
la parada fi nal del trayecto. En realidad, todas las personas o la mayoría de
las que están o hemos estado allí optamos por esa vía como la última, cuando ya
no tienes más opciones. Tenemos claro que cuando entramos allí es porque no hay
más posibilidades. Y eso lo sabemos nosotros y también lo saben aquéllos que
gestionan y dirigen los centros residenciales. Esto explicaría muchas de las
dinámicas, comportamientos y normas que se establecen dentro de esas
instituciones.
Me
gustaría describir un poco la vida en la residencia. Estamos hablando de una
rutina en la que te levantas, desayunas, comes, te acuestas… vuelta a empezar.
Todo es gris, cada día es igual y no hay posibilidades de pensar en otra cosa.
Es un mundo aparte con sus propios valores, sus propias normas, al margen de lo
que has aprendido o de tu socialización. No tienes alternativa a lo que estás viviendo
y pronto empiezas a utilizar mecanismos de defensa que te sirvan para
sobrevivir en ese ambiente. Estamos hablando de unos horarios rígidos que no
están adaptados a tus necesidades vitales, sino a las necesidades del personal
y de la gestión y dirección del centro. Eso impide que puedas tener vida
social, relaciones personales, fuera de ese entorno. Estamos hablando de
acostarte a las ocho, a las nueve... de levantarte a una hora que no has
elegido; no puedes organizar demasiadas actividades fuera del centro. Mis
sentimientos
y mis recuerdos de ese ambiente van asociados a
impotencia, abandono, mezquindad, vulnerabilidad, despersonalización, invasión de
tu intimidad, color gris... todo eso es lo que se me agolpa en la cabeza al
recordar esos tres años de institucionalización
De
todos esos sentimientos, me gustaría resaltar el de la invasión de tu privacidad
e intimidad. Invasión de tu privacidad en el momento en el que tu historial
médico y tus datos confidenciales están al alcance del personal; también cuando
los espacios no están pensados para que la persona sea independiente
(habitaciones compartidas, lavabos tan sólo separados por cortinas...). Esa
agresión se vive mal y, a veces, la única posibilidad de superarlo es tratar a
tu cuerpo como algo ajeno a ti. La mayor agresión, para mí, era no poder elegir
quién me asistía y cómo me asistía. No podía negarme a que un hombre me
asistiera, con todas las repercusiones que eso podía tener para la percepción
de mi misma y de mi sexualidad. Que me manipularan manos ajenas, con las que yo
no me sentía a gusto, hacía que disociara cuerpo y mente, si eso se puede
hacer, para que el cuerpo pudiera convertirse en algo que dejaba de ser mío.
Llegar a la despersonalización para poder aceptar una relación completamente fría,
profesional, aséptica y para evitar cualquier tipo de ambigüedad. Tampoco
controlaba mi propia imagen personal, no dependía de mí cuando me duchaban, ni
cómo me vestían o me peinaban, lo que afectaba de forma directa a mi autoestima
y a mi relación con los demás.
También me sentía agredida cuando
un cuidador o cuidadora, que era así como se llamaban, trataba mi cuerpo de una
manera que yo no aceptaba; o cometían conmigo alguna negligencia en la
asistencia, y yo sabía que no tenía ningún mecanismo para defenderme. Se trata
de una institución completamente jerárquica y corporativista, de manera que
casi todos los trabajadores piensan parecido: es tu palabra contra la de la
persona que ha cometido la negligencia, y si te vas a instancias superiores,
inspección, acabas comprobando que, incluso llegando al último peldaño, no va a
pasar nada, todo va a seguir igual, existe una impunidad absoluta. Eso hace que
llegue un momento de negación, de parálisis, de no intentar cambiar las cosas
porque eso puede ser peor, y de adaptarte al status quo, a lo establecido,
cuanto antes mejor. Aceptas las reglas del juego que se te impone, y eso
implica ceder incluso tu propia personalidad a lo que el otro espera de ti. Eso
te hace sentir hipócrita; afecta a tu dignidad como persona y a la percepción
que podías tener sobre ti misma.
Estuve internada en un par de
residencias y al cabo de tres años tuve la suerte de acceder a un equipamiento
residencial que inauguraban como prueba piloto en un barrio de Barcelona.
Consistía en seis apartamentos cada uno compartido por dos personas, y con servicios
comunes. La nueva etapa en los apartamentos tutelados cambió la calidad de vida
que tenía hasta ese momento.
Nuria
Gómez
Activista
del Movimiento
de Vida Independiente,
vocal de SOLCOM