«Vivir en residencias» —a la que la redacción
de La Veu del Carrer decidió quitarle
fuego y titularlo, más mansamente, «Una
experiencia de vivir en residencias»— lo escribí hace cuatro años, por encargo
de Andrés Naya, entonces presidente de la Federación de Asociaciones de Vecinos
de Barcelona. En aquel momento, no tenía ningún conflicto abierto con la
residencia, y pude intentar retirarme y contemplar la vida de la comunidad como
si fuera un frío analista.
No sé si lo conseguí,
aunque sí sé que salió un artículo que sorprendió a mis amistades y causa una
viva impresión a gentes que no conocía de nada. Con el paso del tiempo, el
retrato de la vida en AFAP se ha desdibujado, pero creo que sigue siendo cierto
y sus principales reivindicaciones (el derecho a una habitación en condiciones
y los menús adecuados para los residentes) parecen retratar muy bien todo
aquello que la dirección del centro quiere destruir para convertir a los
residentes como meros lacayos serviles, en vez de seres dignos, libres y con plenos
derechos humanos.
Salió en Carrer nº 111, abril de 2009, pág. 22. Pertenece
a 2009 y, sin embargo, en algunas cosas, parece fechado en 2011 o 2012. Fue la
primera vez que escribí sobre las residencias, pero, por desgracia, no ha sido
la única. La pregunta es ahora algo más complicada: ¿la emancipación de los
diversos funcionales será obra de los diversos mismos? Parece ser que sí. Y,
sin embargo, nuestra conciencia se niega a engañarnos: solos, no podemos
vencer. Necesitamos de vuestra ayuda, y la necesitamos ahora.—Josep Torrell, 23 de marzo de 2012.
Vivir en residencias
Josep Torrell
Tuve un derrame cerebral en octubre de 2001, que me dejó incapacitado para
el trabajo. En mayo de 2002,
a los 42 años, entré en una residencia para disminuidos
físicos. Sigo ahí. La
Generalitat tiene la norma de no cambiar a nadie de
residencia, y el ayuntamiento de Barcelona parece seguir el mismo criterio
Hay residencias que
funcionan bien y residencias que funcionan mal. Hay residencias que se rigen
por un director competente, y residencias que el director sigue los dictados de
una junta directiva intervencionista. Hay residencias grandes donde pueden
hacerse los cambios oportunos, y residencias pequeñas donde siempre está la
misma gente. Hay cuidadoras que son inolvidables: para bien y para mal (lo que
es mucho peor).
Los de arriba
El director de una residencia es el ser supremo: sin más. Aunque no siempre
es consciente de los poderes taumatúrgicos que ostenta. Cuando un residente
entra nuevo en una residencia lo normal es que el director sea el único punto
de referencia que tenga. Está obligado a confiar en él. Pero es harto difícil
encontrar un director –no son ni siquiera psicólogos— que sepa mantenerse por
encima de los problemas que conlleva el día a día. Cuando se produce la
disparidad de criterios, el residente sufre la conmoción, y si la confrontación
se repite nace una fijación negativa y un odio creciente contra el director. Hay
gente que se acostumbra a que el director no sea el ser supremo; otros no, y lo
exteriorizan mediante el insulto y el malestar.
Las cuidadoras son quienes
tratan cotidianamente a los residentes. Está produciéndose una transformación
en el sector de cuidados personales: las españolas tituladas pasan a las
residencias públicas o privadas más competentes, y están entrando a trabajar en
las otras residencias gran número de extranjeras. Extranjeras que suelen tener además
otro trabajo parecido o relacionado con la sanidad. La realización de esta
doble jornada cansa, y a menudo el trato con ellas se nota. Ciertos residentes
dan la impresión de cuidar de la persona que debe cuidarles. Los salarios, por
lo demás, suelen ser escasos y el problema se resuelve mediante varios métodos
de escaquearse. Esto provoca agrias polémicas sobre quién se encarga de
determinadas tareas desagradables (quitar la mierda o cuidar de un enfermo en
cama, por ejemplo), y trascienden rápidamente a todos residentes. Lo
inquietante es que saberse despreciado hasta tal punto puede llevar al
residente incluso al desvarío.
Las cuidadoras y el personal de limpieza y cocina
tienen sus preferidos entre los residentes, a los que ofrecen pequeños
privilegios. Más en general, unas pocas –habida cuenta de que son en su mayoría
mujeres— tienen en cuenta los problemas de los residentes, pero las demás no.
Para la mayoría –extranjeras sobreexplotadas—, los residentes son gente
desagradable a la que hay que tratar por un mísero salario.
Hay
una norma peligrosa: lo que hace el personal de la residencia está bien hecho. Cada
vez que hay conflicto entre residentes o entre residentes y personal, esto se
traduce generalmente en un expediente de sanción al residente (sin ni siquiera
escuchar al inculpado). Los reglamentos de régimen interno son, en este sentido, claramente autoritarios. Si
se está en desacuerdo con la sanción puede reclamar a la junta directiva y al
departamento de la Generalitat (aunque en ocho años que llevó aquí, ni una sola
vez ha hecho nada). Por lo demás, que una dirección se acostumbre a vivir a
base de cartas continuadas contra los residentes no es un síntoma de buen
funcionamiento, sino el más claro ejemplo de la pérdida de autoridad en el
ejercicio de sus funciones.
Los de abajo
Las residencias –sobre todo las que dicen no tener ánimo de lucro— esquilman
al residente, dejando la paga de libre disposición en su mínima expresión (en
algunos casos, menos de cincuenta euros al mes). Esto obliga a los residentes a
estar todo el día en la residencia, incluso los que podrían desplazarse, pues
salir implica gastar lo poco que tienen. Esta condición sorprende a primera
vista: gente que tiene la posibilidad de moverse y que permanece encerrada
(como en una cárcel). Varias decenas de personas que sólo se ven entre sí todo
el día crean forzosamente un ambiente enrarecido. Su visión del mundo exterior
queda irremediablemente dañada.
Cuando entras en la
residencia, sea la que sea, se cierran las puertas de la vida anterior. Los
amigos se alejan prontamente, los colegas te olvidan, la familia deviene una
fuente de conflictos, y finalmente, las relaciones sexuales se desvanecen en el
aire. Sin embargo, el deseo sigue siendo el de antes y la capacidad de
enamorarse también. Enamorarte de alguien que no puede enamorarse de ti es experimentar un vacío extremo.
Cercenadas las relaciones
que tenía con el mundo, sin dinero y encerrados todo el día, el estigma de la
enfermad mental planea sobre las residencias. Cualquiera que sea la causa de
entrar en las residencia, al cabo de un tiempo, la mayoría son de enfermos
psíquicos. La locura es como una mala olor que impregna, en mayor o menor
medida, todas las residencias. La otra, evidentemente, es el olor a mierda. Olor
a bolsa de orines u olor a mierda directamente; y no sólo olor: la mierda esparcida
por el lavabo, ante la propia puerta del dormitorio o ante la habitación de
cuidadoras.
He intentado huir de esta
maquinaria infernal, pero esto obliga a vivir en dos mundos. Muy pronto, me
descubrí otro para los residentes (y,
como tal, atacable): leía. El día que descubrieron que, además, leía en lenguas
extranjeras me convertí en motivo de chanza para algunos, por hacer algo tan
desmedido: leer y encima en lengua extranjera. Aquel día algo se encogió en mi
corazón.
La mayoría de los
residentes no conocen sus derechos. Están
más solos de lo que nunca han estado. En su mayoría, además, sin dinero o muy
poco y con una preocupación por su futuro (que algunas cuidadoras azuzan
insensatamente). No es muy difícil imaginarse como la inquietud da paso al
miedo. Un miedo cerval, inconsciente y absoluto, que todo lo invade, que se
traduce en una sumisión absoluta a la autoridad (el director, la junta
directiva o quien sea). En los casos más delirantes, es imposible hacer ver que
la palabra de la autoridad no es “la” palabra. Que las órdenes son discutibles
y lo que deciden puede ser malvado e incluso anticonstitucional. Un miedo atroz
que les empuja a encerrarse dentro de su caparazón y una memoria muy selectiva
cancela todos los recuerdos que tienen que ver con su pánico. Un miedo que les
hace inhibirse ante cualquier anomalía en los instrumentos de vida en común, de
modo que las quejas por desperfectos solo provienen siempre de dos o tres
personas.
Necesidades básicas
Para un residente que puede vivir veinte o treinta años en la residencia
–un disminuido físico—, la cuestión del espacio es vital: tener un cuarto
propio y decorado a su gusto es la primera necesidad que surge. Aunque la
realidad de las residencias es muy otra, con habitaciones que parecen un
cuchitril o, simplemente, habitaciones compartidas. La cuestión del espacio propio se convierte en un indicador del
bienestar o malestar de una política de asistencia social.
La segunda necesidad
básica es la comida. Las comidas están controladas por un médico, pero en la
práctica –y sobre todo si las sirve un catering— los cambios son constantes, y,
en consecuencia, el menú es malo y poco variado. Ésta es, para el conjunto de
los residentes, una cuestión prioritaria (y con razón). Por lo demás, el menú
varía según la combatividad de los residentes. Los ancianos y los disminuidos
psíquicos suelen tener peor comida de los disminuidos físicos. Y dentro de este
grupo los que protestan suelen –solemos— tener una dieta mejor.
Una mejora substancial de
la gente que está en residencias pasaría por un doble mecanismo: una inspección
de bienestar acerca de qué es lo que se come realmente en cada centro (trimestralmente,
por ejemplo); y, en el caso de catering, una investigación de sanidad orientada
a investigar que sirven y, en caso necesario, sancionarlo. Es evidente que
muchos residentes –en especial, los ancianos y muchos disminuidos psíquicos— no
tienen ni los medios de denunciarlos.
Finalmente hay un punto
negro en la administración con respecto a lo que venimos denunciando alguna
gente en las residencias. Es sencillamente pensar
que podemos tener razón, a pesar de estar solos (por el pánico cerval de los
compañeros) y tener la inquina envenenada de todo el personal de la residencia.
Sólo esto ya sería mucho. Cabe imaginar que, quizás, uno acabe sus días en una
residencia de ancianos. Recordad lo que sabéis y comparadlo con lo que deseáis:
entre ambas cosas debe de haber una administración que tenga como premisa básica
la sospecha hacia las residencias como empresas dedicadas a la maximización de
beneficios con las carencias de los más sufrientes y desvalidos.
Solo recordaros que igual que vosotros somos muchos los discapacitados fisicos que plantamos cara a la vida y nos valemos en la medida de lo posible de nuestras capacidades que son muchas. Me da mucha lastima y pena ver gente como en vuestro caso, que por conformismo y comodidad, delegan su vida a manos de profesionales del sector, en vez de coger el camino mas largo de la autosuficiencia. Sera que a veces es mas facil criticar sentado que desempeñar las actividades basicas de la vida.
ResponderEliminarEl camino de la autosuficiencia es un buen camino. Pero uno de los requisitos para ello es la autonomía financiera. Y algunos de nosotros no la tienen. Mejor dicho: no la tenemos. Y no la tenemos porque ya hace mucho tiempo que la gente de mi generación viviamos en precario. Para ello habrá de pedir dinero al estado (del bienestar). O conseguir trabajo (je, je). Sabemos que la lucha es díficil. Lo sabemos. Y continuaremos. Tenlo por seguro. HUMILLADOS Y OFENDIDOS
ResponderEliminarSeñor anonimo es verdad que cada uno encara la vida desde sus posibilidades fisicas y psicologicas dele gracias a la vida que a usted parece que le ha ido bien, por esta razon no desee imponer a los demas lo que usted puede hacer y los demas no no tiente a la suerte la vida no nos pertenece.
ResponderEliminarVaya Pagaro el Señor anonimo
ResponderEliminarDios mio, parece guantanamo
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