jueves, 29 de marzo de 2012

Vivir en residencias



«Vivir en residencias» —a la que la redacción de La Veu del Carrer decidió quitarle fuego y titularlo, más mansamente, «Una experiencia de vivir en residencias»— lo escribí hace cuatro años, por encargo de Andrés Naya, entonces presidente de la Federación de Asociaciones de Vecinos de Barcelona. En aquel momento, no tenía ningún conflicto abierto con la residencia, y pude intentar retirarme y contemplar la vida de la comunidad como si fuera un frío analista. 
            No sé si lo conseguí, aunque sí sé que salió un artículo que sorprendió a mis amistades y causa una viva impresión a gentes que no conocía de nada. Con el paso del tiempo, el retrato de la vida en AFAP se ha desdibujado, pero creo que sigue siendo cierto y sus principales reivindicaciones (el derecho a una habitación en condiciones y los menús adecuados para los residentes) parecen retratar muy bien todo aquello que la dirección del centro quiere destruir para convertir a los residentes como meros lacayos serviles, en vez de seres dignos, libres y con plenos derechos humanos.
            Salió en Carrer nº 111, abril de 2009, pág. 22. Pertenece a 2009 y, sin embargo, en algunas cosas, parece fechado en 2011 o 2012. Fue la primera vez que escribí sobre las residencias, pero, por desgracia, no ha sido la única. La pregunta es ahora algo más complicada: ¿la emancipación de los diversos funcionales será obra de los diversos mismos? Parece ser que sí. Y, sin embargo, nuestra conciencia se niega a engañarnos: solos, no podemos vencer. Necesitamos de vuestra ayuda, y la necesitamos ahora.—Josep Torrell, 23 de marzo de 2012.





Vivir en residencias






Josep Torrell

Tuve un derrame cerebral en octubre de 2001, que me dejó incapacitado para el trabajo. En mayo de 2002, a los 42 años, entré en una residencia para disminuidos físicos. Sigo ahí. La Generalitat tiene la norma de no cambiar a nadie de residencia, y el ayuntamiento de Barcelona parece seguir el mismo criterio
            Hay residencias que funcionan bien y residencias que funcionan mal. Hay residencias que se rigen por un director competente, y residencias que el director sigue los dictados de una junta directiva intervencionista. Hay residencias grandes donde pueden hacerse los cambios oportunos, y residencias pequeñas donde siempre está la misma gente. Hay cuidadoras que son inolvidables: para bien y para mal (lo que es mucho peor).

Los de arriba

El director de una residencia es el ser supremo: sin más. Aunque no siempre es consciente de los poderes taumatúrgicos que ostenta. Cuando un residente entra nuevo en una residencia lo normal es que el director sea el único punto de referencia que tenga. Está obligado a confiar en él. Pero es harto difícil encontrar un director –no son ni siquiera psicólogos— que sepa mantenerse por encima de los problemas que conlleva el día a día. Cuando se produce la disparidad de criterios, el residente sufre la conmoción, y si la confrontación se repite nace una fijación negativa y un odio creciente contra el director. Hay gente que se acostumbra a que el director no sea el ser supremo; otros no, y lo exteriorizan mediante el insulto y el malestar.
            Las cuidadoras son quienes tratan cotidianamente a los residentes. Está produciéndose una transformación en el sector de cuidados personales: las españolas tituladas pasan a las residencias públicas o privadas más competentes, y están entrando a trabajar en las otras residencias gran número de extranjeras. Extranjeras que suelen tener además otro trabajo parecido o relacionado con la sanidad. La realización de esta doble jornada cansa, y a menudo el trato con ellas se nota. Ciertos residentes dan la impresión de cuidar de la persona que debe cuidarles. Los salarios, por lo demás, suelen ser escasos y el problema se resuelve mediante varios métodos de escaquearse. Esto provoca agrias polémicas sobre quién se encarga de determinadas tareas desagradables (quitar la mierda o cuidar de un enfermo en cama, por ejemplo), y trascienden rápidamente a todos residentes. Lo inquietante es que saberse despreciado hasta tal punto puede llevar al residente incluso al desvarío.
Las cuidadoras y el personal de limpieza y cocina tienen sus preferidos entre los residentes, a los que ofrecen pequeños privilegios. Más en general, unas pocas –habida cuenta de que son en su mayoría mujeres— tienen en cuenta los problemas de los residentes, pero las demás no. Para la mayoría –extranjeras sobreexplotadas—, los residentes son gente desagradable a la que hay que tratar por un mísero salario.
            Hay una norma peligrosa: lo que hace el personal de la residencia está bien hecho. Cada vez que hay conflicto entre residentes o entre residentes y personal, esto se traduce generalmente en un expediente de sanción al residente (sin ni siquiera escuchar al inculpado). Los reglamentos de régimen interno son,  en este sentido, claramente autoritarios. Si se está en desacuerdo con la sanción puede reclamar a la junta directiva y al departamento de la Generalitat (aunque en ocho años que llevó aquí, ni una sola vez ha hecho nada). Por lo demás, que una dirección se acostumbre a vivir a base de cartas continuadas contra los residentes no es un síntoma de buen funcionamiento, sino el más claro ejemplo de la pérdida de autoridad en el ejercicio de sus funciones.

Los de abajo

Las residencias –sobre todo las que dicen no tener ánimo de lucro— esquilman al residente, dejando la paga de libre disposición en su mínima expresión (en algunos casos, menos de cincuenta euros al mes). Esto obliga a los residentes a estar todo el día en la residencia, incluso los que podrían desplazarse, pues salir implica gastar lo poco que tienen. Esta condición sorprende a primera vista: gente que tiene la posibilidad de moverse y que permanece encerrada (como en una cárcel). Varias decenas de personas que sólo se ven entre sí todo el día crean forzosamente un ambiente enrarecido. Su visión del mundo exterior queda irremediablemente dañada.
            Cuando entras en la residencia, sea la que sea, se cierran las puertas de la vida anterior. Los amigos se alejan prontamente, los colegas te olvidan, la familia deviene una fuente de conflictos, y finalmente, las relaciones sexuales se desvanecen en el aire. Sin embargo, el deseo sigue siendo el de antes y la capacidad de enamorarse también. Enamorarte de alguien que no puede enamorarse de ti es experimentar un vacío extremo.
            Cercenadas las relaciones que tenía con el mundo, sin dinero y encerrados todo el día, el estigma de la enfermad mental planea sobre las residencias. Cualquiera que sea la causa de entrar en las residencia, al cabo de un tiempo, la mayoría son de enfermos psíquicos. La locura es como una mala olor que impregna, en mayor o menor medida, todas las residencias. La otra, evidentemente, es el olor a mierda. Olor a bolsa de orines u olor a mierda directamente; y no sólo olor: la mierda esparcida por el lavabo, ante la propia puerta del dormitorio o ante la habitación de cuidadoras.
            He intentado huir de esta maquinaria infernal, pero esto obliga a vivir en dos mundos. Muy pronto, me descubrí otro para los residentes (y, como tal, atacable): leía. El día que descubrieron que, además, leía en lenguas extranjeras me convertí en motivo de chanza para algunos, por hacer algo tan desmedido: leer y encima en lengua extranjera. Aquel día algo se encogió en mi corazón.
            La mayoría de los residentes no conocen sus derechos.  Están más solos de lo que nunca han estado. En su mayoría, además, sin dinero o muy poco y con una preocupación por su futuro (que algunas cuidadoras azuzan insensatamente). No es muy difícil imaginarse como la inquietud da paso al miedo. Un miedo cerval, inconsciente y absoluto, que todo lo invade, que se traduce en una sumisión absoluta a la autoridad (el director, la junta directiva o quien sea). En los casos más delirantes, es imposible hacer ver que la palabra de la autoridad no es “la” palabra. Que las órdenes son discutibles y lo que deciden puede ser malvado e incluso anticonstitucional. Un miedo atroz que les empuja a encerrarse dentro de su caparazón y una memoria muy selectiva cancela todos los recuerdos que tienen que ver con su pánico. Un miedo que les hace inhibirse ante cualquier anomalía en los instrumentos de vida en común, de modo que las quejas por desperfectos solo provienen siempre de dos o tres personas.

Necesidades básicas

Para un residente que puede vivir veinte o treinta años en la residencia –un disminuido físico—, la cuestión del espacio es vital: tener un cuarto propio y decorado a su gusto es la primera necesidad que surge. Aunque la realidad de las residencias es muy otra, con habitaciones que parecen un cuchitril o, simplemente, habitaciones compartidas. La cuestión del espacio propio se convierte en un indicador del bienestar o malestar de una política de asistencia social.
            La segunda necesidad básica es la comida. Las comidas están controladas por un médico, pero en la práctica –y sobre todo si las sirve un catering— los cambios son constantes, y, en consecuencia, el menú es malo y poco variado. Ésta es, para el conjunto de los residentes, una cuestión prioritaria (y con razón). Por lo demás, el menú varía según la combatividad de los residentes. Los ancianos y los disminuidos psíquicos suelen tener peor comida de los disminuidos físicos. Y dentro de este grupo los que protestan suelen –solemos— tener una dieta mejor.
            Una mejora substancial de la gente que está en residencias pasaría por un doble mecanismo: una inspección de bienestar acerca de qué es lo que se come realmente en cada centro (trimestralmente, por ejemplo); y, en el caso de catering, una investigación de sanidad orientada a investigar que sirven y, en caso necesario, sancionarlo. Es evidente que muchos residentes –en especial, los ancianos y muchos disminuidos psíquicos— no tienen ni los medios de denunciarlos.          
            Finalmente hay un punto negro en la administración con respecto a lo que venimos denunciando alguna gente en las residencias. Es sencillamente pensar que podemos tener razón, a pesar de estar solos (por el pánico cerval de los compañeros) y tener la inquina envenenada de todo el personal de la residencia. Sólo esto ya sería mucho. Cabe imaginar que, quizás, uno acabe sus días en una residencia de ancianos. Recordad lo que sabéis y comparadlo con lo que deseáis: entre ambas cosas debe de haber una administración que tenga como premisa básica la sospecha hacia las residencias como empresas dedicadas a la maximización de beneficios con las carencias de los más sufrientes y desvalidos. 

5 comentarios:

  1. Solo recordaros que igual que vosotros somos muchos los discapacitados fisicos que plantamos cara a la vida y nos valemos en la medida de lo posible de nuestras capacidades que son muchas. Me da mucha lastima y pena ver gente como en vuestro caso, que por conformismo y comodidad, delegan su vida a manos de profesionales del sector, en vez de coger el camino mas largo de la autosuficiencia. Sera que a veces es mas facil criticar sentado que desempeñar las actividades basicas de la vida.

    ResponderEliminar
  2. El camino de la autosuficiencia es un buen camino. Pero uno de los requisitos para ello es la autonomía financiera. Y algunos de nosotros no la tienen. Mejor dicho: no la tenemos. Y no la tenemos porque ya hace mucho tiempo que la gente de mi generación viviamos en precario. Para ello habrá de pedir dinero al estado (del bienestar). O conseguir trabajo (je, je). Sabemos que la lucha es díficil. Lo sabemos. Y continuaremos. Tenlo por seguro. HUMILLADOS Y OFENDIDOS

    ResponderEliminar
  3. Señor anonimo es verdad que cada uno encara la vida desde sus posibilidades fisicas y psicologicas dele gracias a la vida que a usted parece que le ha ido bien, por esta razon no desee imponer a los demas lo que usted puede hacer y los demas no no tiente a la suerte la vida no nos pertenece.

    ResponderEliminar
  4. Vaya Pagaro el Señor anonimo

    ResponderEliminar
  5. Dios mio, parece guantanamo

    ResponderEliminar